Por: Laura Quiceno
Perdí muchas cosas en mi vida, pero recuperé
otras, mi pelo alborotado.
A mamá le
encantaban mis crespos cuando era niña, pero a mí me parecía que hacían ver mi
cara más redonda.
Las mujeres
con pelo crespo luchamos siempre por parecer peinadas.
Nuestros
pensamientos son como el pelo, rebeldes, despeinados, enredados.
Uno de los más
grandes placeres es lavarlo, el olor a acondicionador recién sales de la ducha.
Los rizos parecen obedientes y cuando se secan vuelven a su alboroto.
La primera vez
que me cortaron el pelo muy corto a los 6 años, los crespos parecían más
salvajes. Mi tía Elvia luchaba contra ellos, estirándolos en una moña. Los
esfuerzos eran inútiles, cuando llegaba a casa mi despeluque nos hacía reír a
mi hermana y a mí.
En la
adolescencia negué mi naturaleza crespa, lo alisé, lo tinturé de negro, de rojo
y al hacerlo estaba tapando una parte de mi personalidad.
Hasta los
treinta, la década donde realmente abracé lo que soy, recuperé mi pelo
alborotado.
Hace poco
volví a recogérmelo y cuando llego a casa me lo suelto, es como si volviera a
mi naturaleza salvaje, a la mujer antiquísima que vivía sin acondicionador o
peinilla.
La libertad es
tener el pelo alborotado.
Apenas tengo
dos canas y no sé cómo se verán los crespos en gris.
En cuanto a
mis pensamientos, siguen siendo muchos y solo se calman, se sosiegan cuando los
escribo.
Perdí muchas
cosas en mi vida, pero recuperé otras, mis días de pelo alborotado.
Foto: Juan Cristóbal Cobo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario